martes, 4 de septiembre de 2007
TRES PELUCHES VIVIENTES
Geny Francisco Cárdenas Palomino
I
El almacén despedía un olor penetrante venido de alimentos guardados y pasados, el ambiente lucía un desorden típico añoso. La despensa de la familia no había sido tocada como hacía dieciocho meses, desde que falleciera mi madre. Ninguno de nosotros ya vivía en aquél lugar histórico, denominado según tradición como: “Ciudad de la Fantasía”, o “Tierra Mágica de lo Real Maravilloso”. En un rincón del cuarto seguían aún apilados y arrumados unos doce costales de cebada, otro tanto de cueros secos, lana guardada, cajones de cartón, papeles, periódicos pasados y archivos de memoria familiar. Ingresamos con cierta melancolía al típico cuarto de antaño, más el ambiente recién abierto guardaba y despedía al mismo tiempo un aire enrarecido, que nuestros cuerpos reaccionaron rápidamente con respuestas convulsionadas de estruendosos estornudos “coros sinfónicos de –jachis-” desesperados y desentonados, emitidos por parte de cada uno de los ahí presentes.
II
Según versión de mi hermana Judith, nuestra gata había “muerto de pena”, a casi medio año después que falleciera nuestra madre. Esta gata llamada “Mojigata” jamás tuvo prole, pues para ella todos los gatos vanidosos eran lentos y pasmados como si padecieran todos los gatunos la enfermedad de las articulaciones como es “la gota”. Judith decía que nuestra gata “Mojigata” se burlaba de sus ocasionales galanes romanceros, maullando y cantando estas coplas trabalengua:
“Oye gato que tienes –gota-
pero que no tienes gata
jamás me convenzas
con un alegato.
Pues este otro gato
que no tiene –gota-
y no sabe que es un alegato
tiene muchas mojigatas
Prefiero un
mojigato gateador
antes que un vanidoso
gato alegateador”.
¡Olé… Olé… gato alegateador!”
Y al son del olé, olé, ningún gato romancero, pudo enamorarla y conquistar su corazón hasta llevarla “Al altar”.
En aquel instante, a casi año y medio de no abrir nuestro almacén, y ahora sin tener un guardián joven de la estirpe “Mojigato” o de la recordada Mogigata, era de esperarse tener en el lugar un cuartel de pericotes, pero que a simple vista ahora no había ninguno. Sobrepuestos a todo, desapilamos una a una la ruma de costales de cebada para pesarlas, cuando al alzar uno de los costales del medio, aparecieron de pronto ante nuestros ojos varios nidos de ratones que a nuestra presencia emitieron bárbaramente sus ruidos chillones, huyendo en cualquier dirección, mostrando a su vez sus fabulosos saltos de altura -de abajo para arriba- duplicando, triplicando o cuadriplicando su propio tamaño.
Hoy comprendí que Dios creó a los humanos, animales o vegetales con ciertas facultades, bondades o limitaciones que difieren entre una especie y otra. Hoy entendí por ejemplo que, un humano al compararse con un simple ratón no igualará el récord equivalente a su salto alto. Tampoco nuestro organismo humano nunca podrá alimentarse de papeles o cartones para convertirlos mediante metabolismo en valiosísimo alimento, como sí logra hacerlo cualquier roedor. Ver papeles o periódicos pasados, desmenuzados, alborotados y en boca de pericotes es para mí una enorme lección de vida comparada que hoy aprendí.
Los gritos chillonescos no sólo se apoderaron de los ratones acoquinados, sino también de mis hermanas Judith y Gloria que clamaban “auxilio” , “S.O.S” muy desesperadas, no atinaban qué hacer. Más luego, pungidos de valor comenzamos todos a perseguirlos acosando a cualquier pericote, armados de herramientas, votamos y matamos a escobazos y palazos varios roedores entre grandes, medianos o pequeños.
“La guerra entre roedores y miedosos” supuestamente había terminado al cabo de casi una hora. Se arregló de cualquier forma el almacén y sacamos los costales de ganancias. Dirigiéndome a la sala, vi a lo lejos el rostro cándido de mi hija muy sonriente, no lograba explicarme el motivo de su radiante felicidad. Acercándome observé que la invasión de los engreídos del bienaventurado y venerado “San Martín” no solo había llegado al almacén sino a la casa entera.
En nuestra sala se había armado un “inverosímil espectáculo circense”, pues tres diminutos ratonzuelos se habían apostado y jugaban muy felices entre ellos. Uno de ellos comía una galleta “a dos manos” muy graciosamente que supongo mi hija le había invitado; el segundo jugaba entre cosas y muñecos de trapo a la vista; en tanto el tercero, mantenía su mirada firmemente hacia el cielo como rezando a pie juntillas.
Llamé entonces rápidamente a los “guerreros antiroedores” que armados nuevamente con escobas, palos y palas se acercaron sigilosamente a la sala dispuestos inmediatamente a “restablecer el orden, seguridad y limpieza de la sala”.
III
No hubo ninguna etapa del caudillesco restablecimiento, porque en décimas de segundos quedamos fascinados y seducidos al advertir en aquel instante “una escena de vida real- maravillosa”, comprendiendo que en la sala había una niña cautivada por “tres diestros y minúsculos inquilinos”, y en fin enamorada de pericotes.
Instantáneamente del pensamiento y el lenguaje de la niña destelló como una jugada brillante del deporte ciencia: El ajedrez, que ante un inminente ataque planteó estratégicamente la consagrada “Defensa Siciliana”, moviendo con certeza y habilidad su ficha, ahora su lenguaje y decirnos: -“que no matemos a sus tres peluches vivos”, explicándonos que el pequeño roedor de la fe, al cual todos prestábamos mucha atención, dizque: “Rezaba a Dios por la vida de sus hermanos” y “No era humano matarlos”. Contemplamos unidos la gracia de estos tres diminutos pericotes y nadie tuvo el valor de sacrificarlos, para finalmente dejarlos libres.
Mi nena sentenció: -“La vida debe ser vida y no muerte, como las ocurridas con mi querida abuelita o la de mi gata Mogigata”. Terminó diciendo: -“Así es la vida papi”. Yo sólo atiné a pensar: “Así es la vida, así es el amor”.
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