martes, 4 de septiembre de 2007
EL CASERÍO
Domingo 7:
Lloviznaba:
La noche anterior lo trajeron. Lo encerraron en la capilla. Lo conminaron a estarse de rodillas durante toda la noche. Debía orar a Dios por haber agredido a su mujer i a su hijo. Marcos i Manuel lo vigilaban. Cada tres horas, por turno, uno de los vigilantes asomaba la cabeza por la pequeña ventanilla para impedir que se durmiera. Sobre todo, para que no abandonara el círculo rojo. Ahí debía permanecer rezando.
Hoy domingo, estaba allí, abrigado con su poncho negro, con rayas blancas por los bordes. Tiene el sombrero estrujado contra su pecho i las manos juntas en ademán de perdón. En sus labios, una soguilla verdosa va de extremo a extremo, en forma de una u. Los ojos achinados se le habían hundido más, parecían que iba a llorar, hasta que le saltaron las lágrimas. Miraba fijamente a los ángeles que estaban colgados de la cúpula, blandían espadas relucientes, tenían cascos como los romanos. "La tristeza de mi padre -recordaba Rafael- nació cuando los gringos nos llevaron al salón comunal: allí lo vimos caminando por las paredes, se movía, hablaba, hasta tomaba su chicha. Nosotros nos asustamos i él se puso triste, al poco tiempo murió. Dijo que su alma había sido atrapada por una máquina. Yo busqué a los gringos por todos los pueblos para que me devolvieran su alma i no pude hallarlos, desde esa vez, mi padre va penando por los pueblos i los cerros. I ayer, señor ángel, un gringo estaba mirando a mi mujer i a mi hijo con el ojo de su máquina. Me molesté tanto que rompi la máquina i pegué a mi mujer i a mi hijo. Sálvanos pues, Señor ángel, con tu espada mata a los gringos i suelta las almas de mis hermanos..."
Un ruido llamó la atención de Rafael hacia la ventana. Era Manuel quien lo llamaba, alcanzándole un cigarrillo encendido: "pal frío" -le gritó-. Rafael oyó cómo cantaban los chihuancos desde sus nidos. I sintió la fuerza de los vientos que luchaban por arrancar las ramas de los árboles, el murmullo de sus hojas le fue adormeciendo todo el cuerpo. Cuando Manuel volvió a mirar a través de la ventanilla, vio que Rafael continuaba arrodillado dentro del círculo, estaba inmóvil como una estatua.
Manuel metió la mano por debajo del poncho i sacó dos cigarrillos: "pal frío", le dijo a Marcos, alcanzándole uno de los cigarrillos. Desde afuera oían un ronquido aflautado, seguido de una tos seca.
- Crees tú que nos hemos convertido en verdugos de nuestros hermanos? -preguntó Manuel.
- No sé. Yo sólo cumplo órdenes. I, eso lo aprendimos en el ejército. Ya no te acuerdas?
- Hummm -masculló Manuel moviendo la cabeza i agregó: "Pero yo sé que estamos haciendo mal".
Marcos no respondió. El viento había sido vencido i la lluvia empezaba a disparar sus primeros granizos. Marcos i Manuel se vieron obligados a refugiarse en el templo. Sintieron olor a incienso i a ceras e instintivamente oyeron en toda la iglesia la musiquilla monótona i tristona de los domingos. Vieron en una caja de vidrio cálices de plata i de oro; las casullas, bordadas con hilos amarillos, con íconos i cruces en alto relieve. Una lucecita roja alumbraba todo el Altar Mayor. Cuando dejó de llover: el día se fue aclarando. La primera luz que se filtró por una de las ventanas cayó sobre la tapa roja del misal.
La neblina parecía que hubiera descendido hasta las faldas de los cerros. Los pájaros dejaban oír su canto por todas partes, rompiendo la quietud de la mañana. Las palomas circunvolaban en torno al templo. La granizada envejeció los techos de paja.
Al pie del monte se veía imponente el caserío, junto a él se levantaba un pequeño templo, enclavado entre dos colinas; un enorme río bajaba por el cañón cuyas aguas se deslizaban ruidosamente por debajo del templo por tres enormes boquerones. Constantemente se escuchaban gritos i ayes dolorosos que provenían de la capilla, perdiéndose en el concierto de los pájaros. Los hombres, las mujeres i los niños espiaban desde sus puertas: temerosos.
A las seis de la mañana, en punto, la gobernadora estuvo parada en una de las esquinas de la pequeña plaza del poblado, sostenía con la mano izquierda un paraguas, del cual caía el agua, en infinitas gotas. Una blanca chalina ondeaba en sus anchas espaldas, Manuel i Marcos se quitaron los sombreros i la saludaron inclinando la cabeza, sus rostros se habían puesto colorados por el frío i el trago. Cuando se abrieron las puertas, Rafael, vio primero una sombra, luego el bastón con puño de plata. "Mamá Julia" -dijo para sus adentros-. La mujer: alta, robusta i blanca ingresó rengueando. No miró a Rafael. Al acercarse al altar, apoyó una rodilla en el primer peldaño i se persignó. Alzó un crucifijo i un látigo con empuñadura de oro- Después de orar, se volvió, violentamente, i dijo casi gritando:
- (Jura por Dios, que ya no pecarás! (jura!
El hombre estaba arrodillado dentro del círculo, lloraba copiosamente, se agarraba los brazos; suplicaba que lo dejaran ir, que ya no pecaría, ni pegaría a su mujer ni a su hijo.
La mujer blanca, con el rostro adusto, imponente i ceremoniosa, mantenía firme el crucifijo. La gobernadora estiró la mano hasta él:
- (Besa tres veces i jura que ya no pecarás! -insistía la mujer.
El hombre besó i juró.
- (He ahí, tu mujer! -dijo la gobernadora.
El la miró avergonzado. Ya no estaba ensangrentado su rostro, pero tenía los ojos rojos i los pómulos amoratados.
- (Bebe el agua de este cáliz!
Bebió el agua más amarga de su vida. El agua tenía el color de la sangre. Manuel i Marcos habían lavado cuidadosamente el rostro desfigurado de Roberta. Esa agua bebía en el cáliz, Rafael.
- (Levántate i ve en paz con tu mujer e hijo! -dijo con la voz quebrada, tenía la mirada perdida en el monte de los álamos.
- Si vuelves por acá -agregó- ya no dormirás en el círculo, ni rezarás, ni los golpes serán con este látigo. Te advierto: "(serás sellado!" -sentenció.
Rafael, hecho un güiñapo, atravesó el umbral de la puerta. Iba cabizbajo, tras él iban su mujer i su hijo. Los tres sintieron una oleada de aire fresco.
Manuel i Marcos, al despedirse de la gobernadora, dibujaron ademanes de sumisión i vasallaje. Ella puso el látigo en el altar, sus puntas metálicas danzaban como el péndulo del reloj.
"Será sellado" -murmuró.
I recordó todo el proceso del marcado de sus caballos.
La gobernadora alzó su bastón i empezó a caminar rengueando, antes de cerrar las puertas de la capilla, volteó i vio que aún danzaban las bolitas metálicas del látigo. Cerró fuerte la hoja de la puerta i subió despacio el monte de los álamos. Las puntas de sus chalina blanca eran arrojadas por el viento hacia atrás.
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