martes, 4 de septiembre de 2007

ELLOS SON DE OTRA RAZA, HIJO MÍO



Autor: Feliciano Padilla

DE LOS CARRIZOS HA VERTIDO SANGRE
CUÁNTAS VECES SE HABRÁ DECAPITADO
EL SILENCIO
Luis de Rodrigo

Son peor que la mala yerba, Gumercindo, hijo mío. ¿Me estás escuchando? Te estoy diciendo que estos satanases no dejan crecer los maizales. Como alacrán cargan veneno en la cola y cuando pican friegan toda creación del Señor. Se muere rapidito todo cuanto tocan. ¡Ellos son de otra raza, hijo mío! Quién creyera, pero, nada más con su presencia se nos viene la jodedera y somos como zapallo que bajo sombra no puede florecer. Que hemos sufrido, siempre hemos sufrido. Hemos llorado sangre en Patibamba, Pachachaca y San Gabriel, durante el tiempo de las haciendas. Con decirte que cortábamos la caña de sol a sol sin recibir un centavo partido en dos. Yo era chiuchicito todavía, pero igual le daba a la tierra con toditas mis fuerzas. Mis papás murieron maldiciendo su mala suerte, porque al final de su camino se convencieron de que habían trabajado de balde y terminaron más pobres que los chihuancos, sin casa, ni tierra donde sembrar. Por eso, en aquellos tiempos se arrejuntaron nuestros mayores uniendo sus lágrimas y sus corazones arrebiatados, y lucharon, carajo, como pumas, como ucumaris; desgraciadamente, fueron aniquilados.

Padre e hijo seguían zigzagueando cerro abajo por un sendero orillado de piedras, retamas y pisonayes. Extensos cañaverales y plantaciones de duraznos y chirimoyas circundaban el camino. Gumercindo, sofocado por el calor ardiente del valle, se quitó su vetusto sombrero y miró fijamente a su padre: se cubría la cabeza con otro sombrero parecido al suyo y flotaba al viento las hilachas de su raída camisa. El niño confirmó una vez más las enormes huellas que surcaban el rostro cobrizo de su padre. El sol no daba tregua y se dijera que calcinaba las sombras de los dos caminantes.

Después, hijo, llegó la reforma agraria, exclamó Presentación Huahuasonqo. El patrón ya no comerá tu sudor, nos decían los promotores; pero, igualito nomás seguíamos jodidos. Como los hijos de los hacendados se habían convertido en gerentes, nuestro sufrimiento creció hasta los cielos como el humo de las moliendas. Se nos pagaba jornales, es cierto; pero, no éramos dueños de nada, más que de nuestra maldita suerte. Nunca te fíes de ellos, hijo mío, te lo digo yo que los conozco, que sé de qué pata cojean y qué buscan estos satanases. Si no me haces caso, de tus espaldas sacarán oro puro para seguir inflando sus pechitos como los pavos de tu tía Venancia.

Son unos malnacidos, Gumercindo. A veces se pelean entre ellos por terrenos o por mujeres ¿por qué más sería?; pero, al final, se comprenden a punta de cañazo de Pachachaca. La vida les da tragadera y gozan de gollerías; pero, siempre hay un pero en la vida. Tienen su debilidad. No pueden ni podrán vivir sin la ayuda de los milicos. Son machitos de la barba para afuera, pero tienen mucho miedo en el fondo de sus corazones. Cuando llegaron los terrucos parecían ratoncitos buscando un hueco donde esconderse. Los hubieras visto, hijo mío: Andaban afanosos de acá para allá con su carita de dame medio. Les faltaba culo para correr. No les importaba ni sus hijas ni su propia esposa: las abandonaban como carne de cañón de los alzados. Corrían como almas en pena y lloraban a causa del ganado y las cosechas que perdían. Yo no tenía miedo a los terrucos, porque al final no había nada qué perder; pero los señorones andaban con los ojos aguanosos como mujeres abandonadas. ¡Así son estos jijunas, hijo mío!

Con los terrucos pasamos una vida muy jodida. Fusil en mano se llevaban fanegas de nuestro maicito y los cabritos que criábamos, y nos obligaban a prepararles la comida y la chichita para sus caminatas. Nos decían cabezas negras si no cumplíamos con sus órdenes y nos fusilaban como a perros sin dueño, ahí mismito, delante de todos para que sirva de escarmiento. Vivíamos con el corazón en la garganta, sin saber qué hacer ni a dónde ir. ¿Qué podíamos hacer? La suerte estaba echada para los indios. Una tarde pasaron por Yaca como los tiyulas, como zorros experienciados, sin que nadie pudiera darse cuenta. Cruzaron Casinchihua, Antarumi y Pampatama por la orilla del río, abriéndose paso a machete limpio en medio del monte. Finalmente llegaron a Santa Rosa haciendo tronar sus fusiles. Volaciaron el municipio, la comisaría y la casa del gobernador. Los guardias se habían fugado antes de que empezara la reventadera. Luego, nos reunieron en la plaza. Fuimos nomás sin protestar, con la cabeza baja, como toros aradores. Aquella vez, rapidito nos dieron sus charlas y luego se llevaron a nuestros chiuchicitos y a nuestras pasñitas, dizque para que sirvan en su ejército. Nunca más nuestros ojos han vuelto a ver a esos enrolados. Los arrieros que pasaban por el valle nos contaban que los habían visto por las cordilleras de Huancavelica y Puno. Los alzados nos decían que algunos habían muerto en combate y otros estaban prisioneros. ¡Qué será, hijo! El asunto es que nunca más se les ha vuelto a ver en Santa Rosa. Nuestros padeceres se repetían: Ellos golpeando nuestro corazón para hacerlo sangrar; nosotros, esperando arrebiatados la terminación del mal tiempo.

Luego, llegaron los milicos, dizque para matar a los terrucos, para desaparecerlos de este mundo. Bueno, Gumercindo, te diré la purita verdad. Si sufrimos padeceres con los hacendados y con los terrucos, eso no es nada comparado con lo que sufrimos con los milicos. Los hacendados nos acusaban de terrucos y los militares nos encarcelaban; nos torturaban y nos metían de cabeza a sus cacaderas. Teníamos más miedo a las bases militares que al propio paludismo.

¡Qué suerte de perros, hijo mío! Había llegado para nosotros el tiempo del sufrimiento. La base militar era un infierno de donde salías retaceado si es que lograbas salir ¿Qué habíamos hecho para merecer tanto sufrimiento? ¡Nada! Trabajar nuestras chacritas, pastear nuestro ganadito, vivir en paz esperando contentos el tiempo del descanso y de la abundancia. ¿Eso era pecado? ¡Carajo, todo se malogró con la llegada de los milicos!

Un día, hijo mío, me agarraron cuando terminaba de sacar yuca y camote de nuestra chacrita en Santa Rosa. ¡Indio terruco, conchatumadre! Ahora sí, carajo, te jodiste por traidor a la Patria, me dijeron. Eran cuatro soldados y un militar gordo, altazo y gringo, que parecía el mandamás. Mi “Capi”, le decían los soldados. Pero, antes de que terminara de darme cuenta qué es lo que me estaba pasando, me golpearon en el cogote con la culata del fusil y caí al suelo como un costal de papas. Tomando fuerzas desde mis adentros quise levantarme, pero me remataron a patada limpia. Luego, el “Capi” me pisó el cuello con sus grandes botas negras hasta hacerme sangrar por la boca. Después me cargaron los cuatro soldados como a un borrego muerto. Me dolían toditos los huesos y aunque no tenía fuerza para hablar, me daba cuenta todavía de lo que hacían. Yo dije, me llevarán a la base. Ahí sí que estoy jodido. Pero, no. A dos horas de Santa Rosa había una cabaña abandonada en Pampatama. Ahí me botaron como a un perro envenenado. En la noche me preguntaron sobre el paradero del mando Filiberto. Yo no sabía quién era ese mando. Quizá habría venido en la incursión a Santa Rosa. Pero yo no sabía quién era ese Filiberto, ni cómo se llamaban los otros. No me creían. Me torturaban más y más y; de tanto castigo, quedé desmayado. Desperté al día siguiente: Otra vez la misma vaina, ¿dónde está el mando Filiberto? Y yo: no sé papacito, no conozco al mando Filiberto, patroncito. Les decía papacito, patroncito, desde el fondo de mi corazón, pensando en que quizá me comprenderían y me darían libertad. Pero estos malnacidos no tenían corazón. Seguían matándome poco a poco. Y como no podía decir dónde estaba ese mando, fueron de noche a la comunidad y trajeron a tu madre y a tu hermano Saturnino. El Satuco tenía trece añitos. Entraron ellos a la cabaña y tu mamá vino hacia mí, diciendo: Ay Presentación, Papacho, qué te han hecho estos blancos maldecidos.

De pronto, el “Capi” dijo: amarren al chivolo y a este hijo de puta. Amárrenlos fuerte, carajo, como para que vean algo bueno y nunca más traicionen a la Patria. ¿Qué Patria? ¿Quién es esa Patria? Yo nunca había traicionado a esa señora. Así fue que me chaqnaron fuerte, al igual que a tu hermano Saturnino. Luego, dijo: Oye indio carajo ¿Cómo has dicho que te llamas? Ah, Presentación ¿verdad?. Presentación Huahuasonqo ¿no? Sí patroncito contesté, me llamo Presentación. Luego trajeron a la habitación a tu madre, corazón de cuculi, miel de caña. Entonces los soldados la tumbaron al suelo agarrándola de sus manos y de sus pies, hasta ponerla sin ninguna defensa. Ahí es que el “Capi” se bajó el pantalón y la violó en medio de gritos y pataleos. A mí me dolía el corazón al igual que al Satuco. Nos mataba la impotencia. Mis ojos buscaban los ojos de tu madre para consolarla, pero ella no quería mirarme como si tuviera la culpa. Como si ella me estaría engañando por su voluntad. Entonces nos miramos con el Satuco y lloramos en silencio nuestro maldito destino.

Al día siguiente, otra vez las mismas preguntas y yo sin saber qué contestar o qué inventar para que termine nuestros padeceres. Lo peor de todo es que me decían que debía acompañar a un pelotón para enseñarles dónde se escondía el mando. ¿Te das cuenta Gumercindo? No podía ni mentir, porque si no se igualaba mis palabras con la realidad, me mataban de un tiro en la cabeza. Es que yo no sabía nada, te lo juro, hijo mío. Entonces, como no les decía lo que buscaban volvieron a traer a tu madre y; otra vez, los soldados agarrando a tu madre y el capitán encima abusándola, a su regalado gusto. Al tercer día llegó otro militar más ranqueado. Conversaron con el “Capi” algo de dos horas y pico. Al final decidieron liberar a tu madre y a tu hermano, y a mí me llevaron a la base. Así fue, Gumercindo, pequeño mío. Al poco tiempo, el Saturnino se había enrolado a la banda de los terrucos y de esa manera perdí aquel hijo tan querido, porque nunca más lo volví a ver en mi perra vida. Dicen que lo balacearon en un enfrentamiento de Huancavelica. Así murió mi pobre Satuco.

Estuve en la cárcel de Abancay nueve años hasta que se comprobó mi inocencia gracias a la defensa de los curas. La iglesia me puso dos abogados buenazos y salí el año pasado de aquel infierno, desesperado para reencontrarme con ustedes. Ahora, aunque estoy enfermo y viejo, soy feliz a vuestro lado, en nuestra chocita, al lado de nuestro huerto y de nuestros maizales. Tú y tu madre son mi único consuelo y esperanza. Seguiré trabajando hasta que me dé las fuerzas. Los entendidos dicen que ha pasado lo peor, que ha llegado el tiempo de descanso. Por ahora, aunque seguimos pobres, no friegan los hacendados, no nos abusan los terrucos, ni nos joden los milicos. Pero, recuerda siempre lo que te estoy diciendo: Nunca te fíes de estos satanases. ¡Ellos son de otra raza, hijo mío!

Presentación Huahuasonqo exclamó aquellas palabras con seguridad, posando su mirada en los ojos zarcos y el oro reluciente de la cabellera de su pequeño hijo. ¡Así son estos abusadores, Gumercindo! Estate alerta; en cualquier momento pueden lanzarte sus garras, volvió a decir, mientras su hijo de ocho años asentía con un leve movimiento de cabeza aquellas frases temblorosas.

Pasaron sudando por Paqpachaca, aquel puente colgante construido sobre la cima de dos cerros. Abajo, el río parecía hervir en burbujas virulentas. Pronto debían pasar por Yaca; pero, Santa Rosa aún estaba a ocho horas de caminata. A lo lejos, los dos campesinos parecían dos huarangos chamuscados en medio del verdor ardiente de la quebrada.

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